Comenzaba a presenciarse el ocaso y Arcadio,
después de caminar tres kilómetros subiendo cumbres, cruzando ríos y
atravesando bosques, llegaba a su casa.
Era una casa rústica y vieja; daba la
impresión de que estaba a punto de caerse, e incluso parecía estar abandonada.
Arcadio abrió lenta y silenciosamente la
puerta; al entrar, lo primero que encontró fue un hombre que, dormido sobre el sofá,
sostenía una botella vacía de whisky. Se dirigió a la cocina, donde una mujer
muy apresurada preparaba la comida.
–Hola,
mamá –dijo él a la mujer.
–Hola,
Arcadio –contestó ella- ¿cómo le fue en la escuela?
–Muy
bien, mamá, hoy nos dieron el resultado de las pruebas y yo fui quien sacó la
mejor calificación.
–Felicidades,
hijo -dijo ella desinteresadamente.
–Y
dígame ¿Como a qué hora llegó el tipo éste? –preguntó Arcadio mirando al
hombre en el sofá.
–¿Su
papá? Llegó como a las seis de la mañana.
–¿Y
vino muy borracho?
–Pues
lo normal.
–Quiere decir que sí... ¿y no traía plata?
–Anduvo
tomando toda la noche, obviamente no traía un cinco.
–Qué
desconsiderado que es… Nosotros aquí pasando penurias y él se gasta toda la
plata en guaro.
–Bueno,
ya que… mejor vaya y llama a sus hermanos para que vengan a comer.
Fue
al sembradío que estaba al lado de la casa, donde siempre jugaban sus cinco
hermanos menores.
–María
Teresa, Paco, Guillermo, Ana y Laura, vengan, ya es hora de comer –gritó él
Y aparecieron a su lado los cinco niños, a
los que llevó a la casa.
Todos
comían muy silenciosamente, si es que a eso se le podía llamar comida. Solo arroz
y frijoles; de hecho, había que agradecer que hubiera arroz esta vez.
De pronto, el padre tomó un trago de café y
lo escupió inmediatamente.
–¿Está
usted loca mujer?, ¿ya vio lo caliente que está esto?
–Discúlpeme
Joaquín, no va a volver a pasar –contestó ella temerosa.
–No,
yo me voy a asegurar de que nunca vuelva a pasar –replicó el padre tomándola
del cabello
Y cuando estaba a punto de golpearla,
Arcadio interfirió sujetándole la mano.
–¡Quítese
muchacho, no se meta! –gritó el padre.
–Usted
no va a volver a golpear a mi mamá –contestó él.
–Un
niño de trece años no tiene que estar metiéndose en asuntos de adultos, mejor
suélteme.
El padre logró soltarse y golpeó al muchacho,
dejándolo tendido en el suelo y con una herida en su rostro; y cuando se
dirigía hacia él para seguir golpeándolo, pareció recordar algo y entonces lo
tomó de la camisa y lo levantó.
–Yo
debía decirle algo –dijo el padre.
-¿A
mí? –preguntó Arcadio.
–Mi
jefe dijo que necesitaba una persona fuerte y resistente para cargar costales,
entonces yo lo ofrecí a usted para que trabaje conmigo en la finca.
–¿Yo,
trabajar? –volvió a preguntar.
–Sí,
ya usted está bastante grande y puede traer algo de dinero a la casa.
–Pero
no tengo tiempo, tengo que ir a la escuela.
–Precisamente
por eso no va a volver a la escuela.
–¿No
volver? –dijo atemorizado–, pero yo no
quiero dejar de ir.
-¡Basta!
–gritó el padre. No se trata de lo que usted quiera o no quiera, sino de que no
puede seguir como un vago, sin hacer nada.
–No
soy un vago, yo estudio –gritó Arcadio.
–Estudio…
eso es para los millonarios, para personas importantes… no para personas pobres
como nosotros. ¿De qué nos sirve leer y escribir? Aquí los hombres aprenden del
trabajo de campo y las mujeres los trabajos de la casa, y déjese de mariconadas
que eso no es de hombres.
–Pero
yo no quiero ir.
–¡Suficiente!
No quiero discutir más por esto. Aquí se hace lo que yo ordene ¿Entendió?
–Sí,
señor –contestó Arcadio con furia.
El
padre tomó un abrigo y se marchó, dejando a Arcadio con sus ilusiones
desboronadas y lanzadas a la basura.
A
la mañana siguiente, se levantaron muy temprano y se dirigieron al sembradío de
frijol. El padre recolectaba y él llevaba costales muy pesados de la bodega a los
camiones. Sentía que con cada costal que llevaba se le desgarraban los
músculos, y el calor del sol le aplastaba; lo peor es que el dinero que ganaba
terminaba en manos del padre y era gastado en alcohol.
Cada
día amanecía más cansado, más depresivo, añorando su vieja escuela y las cosas
que aprendía allí. Hasta que un día sus jóvenes brazos no pudieron soportar
más el esfuerzo y, tropezando, dejó caer dos enormes costales cuyo peso terminó
aplastando y fracturando su brazo derecho...
Tuvieron
entonces, él y su padre, el resto de su día libre.
Arcadio
era un joven que disfrutaba mucho de los estudios. Le gustaba aprender, y por esto
muchos de sus profesores lo estimaban; de hecho, varios de ellos, notando su
ausencia, empezaban a preguntarse qué había sido de él. Se pensaba que había
enfermado, que se había mudado a otra casa… incluso se llegó a pensar que el
río por el que debía cruzar todos los días para llegar a su casa se lo había
llevado.
Por
esto, uno de esos profesores decidió buscarlo, así que fue a su casa.
Mientras
el joven aprovechaba su tiempo libre para repasar un poco la materia, con la fe
de volver a la escuela algún día, escuchó que llamaban a la puerta. Su madre
abrió, y quien ahí aguardaba era su maestra. Arcadio saltó de la cama y
apareció rápidamente en la puerta, antes de que su madre pudiera decir algo.
–Profesora
Alba –dijo Arcadio muy alegremente.
–Arcadio,
¿Cómo estás? –contestó ella igual de alegre. –¿Pero qué tienes en el brazo?
–Solo
fue un pequeño accidente.
–¿Pero
quién es usted? –preguntó la madre desconfiadamente.
–Yo
soy profesora en la escuela de Arcadio –explicó ella.
–¿Y
se puede saber qué viene a hacer usted a mi casa?
–Quería
conocer el motivo por el cual su hijo no ha regresado a la escuela.
–Eso
a usted no le importa –contestó violentamente la madre.
–Señora
–insistió la maestra–, me parece que su hijo tiene gran potencial para el
estudio, creo que usted debería apoyarlo.
–Usted
no es nadie para decirme cómo debo criar a mis hijos.
–No
es esa mi intención, señora.
–¿Qué
pasa aquí? –preguntó el padre, quien había estado escuchado la discusión.
–No
es nada, Joaquín –dijo la madre–, la señorita vino a visitar, pero al parecer
ya se va.
–No
me iré, señora. –continuó la maestra–, no hasta saber que harán algo por la
educación de su hijo.
–Mire,
señorita, yo sé cómo educar a mis hijos, y este muchacho. –dijo el padre
señalando a Arcadio– debe convertirse en un buen hombre; por eso ahora trabaja
conmigo. Y ya no quiero más de esas tonterías de la escuela.
–Pero
señor, los jóvenes como Arcadio no pueden trabajar, es penado por la ley.
–A mí
nadie me va a decir que puedo o que no puedo hacer con mi hijo –gritó el padre.
–Y le recomiendo señorita, que por su propio bien, se retire.
–Profesora,
por favor váyase –interrumpió Arcadio.
–Pero
muchacho, esto no se puede quedar así.
–Por
favor váyase, es mejor para usted.
–Está
bien, Arcadio, hasta luego señores.
La
maestra se retiró, muy molesta por lo sucedido. Mientras se alejaba, Arcadio
veía sus sueños alejarse con ella; sentía que ahora su futuro se había vuelto
vacío y sin sentido. Entró a su casa, cerró los libros y los colocó en una caja
que ocultó bajo su cama.
A
pesar de su lesión, fue obligado a seguir trabajando, y no solo eso: si
disminuía su rendimiento era golpeado por su padre. Así se empezaba a
deteriorar su salud tanto como sus esperanzas de salir adelante. Pese a todo, desde
que su hermano le acompañaba se sentía un poco menos solo, pero lamentaba que
el pobre Guillermo, con solo diez años, tuviera que ser sometido a tal explotación.
Cierto
día, mientras trabajaba, Arcadio miró varios hombres armados bajarse de un auto
y dirigirse al sembradío; pocos minutos después los vio, llevando a su padre y
al jefe esposados.
En
ese momento apareció su profesora, quien los abrazó fuertemente, a él y a su
hermano, los subió a un auto y los llevó adonde se encontraban sus otros cuatro
hermanos.
Sin
entender muy bien lo que ocurría, tuvo que declarar en un juzgado que dictó
sentencia en contra de sus padres. Desde aquel día él y sus hermanos quedaron
en custodia de unos parientes lejanos. Ahora, después de tantos sufrimientos
estaban tranquilos, pero lo que más alegraba a Arcadio era que el estudio, que
hasta hace poco era un sueño difícil y lejano, había pasado a convertirse en
una realidad.
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